No me canso de escuchar a Bill Callahan, no me canso de caer rendido ante su voz colosal, barítono de una calma que te seduce y te lleva a un confort anímico de esos que no se olvidan. "Gold record" fue su séptimo trabajo, y el comienzo con "Pigeons" no puede ser más efectivo, triste, emocionante, como abrir las ventanas para que entre de golpe la primavera.
La guitarra acústica y su voz, y sus palabras como volutas de caricia ("Another song"), desiertos en los corazones que se ven vencidos por esa sensación de una melancolía que se extravía siempre en tu ser ("35"), la música de Callahan suena como un sonajero para calmarnos en días de furia y discordia.
No tiene disco malo. Desde Smog su carrera ha ido de progresión en progresión, siempre con los mismos ingredientes, mezclados siempre con una efectividad brutal, donde es imposible que no se te erice el sentir. "Protest song" es casi blues y cuando llegas a "The Mackenzies" te ves de lleno envuelto en un tiovivo de grandeza sentimental.
Mi favorita, "Lets move to the country" deja bien a las claras quien es el mejor cantautor cuando hablamos de ruiseñores. Simplemente para quitarse mil y una vez el sombrero ante tan grande artista. En "Breakfast" el sonido de las cuerdas suena a una telaraña que te atrapa sin posibilidad de escapar. Así se las gasta el bueno de Bill, cada canción es un tratado de delicadeza, un aroma que perfuma la estancia más desangelada. Puro arte.
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